Opinión

Uribe o la ira de Dios

“Uribe es como Jesucristo”—dice un amigo uribista—, “ha tenido que cargar una cruz para salvarnos a todos”. Aunque creo que mi amigo se equivoca con semejante comparación, esta tiene, sin embargo, mucho de cierta. Y no sólo eso. A mi modo de ver, bien podría contener parte de la clave para entender la convicción ciega con la que se sigue sosteniendo el Uribismo.

¿Por qué un alto porcentaje del pueblo colombiano, a pesar de las pruebas en su contra y las sentencias judiciales e investigaciones contra muchos de sus altos funcionarios, sigue creyendo sin el menor asomo de dudas en la inocente transparencia del expresidente? Muchos habrán experimentado lo inconsecuentes que resultan los uribistas al momento de un debate. Para ellos la dialéctica parece no existir, sus argumentos suelen eludir la razón, se ensordecen ante las evidencias, la confrontación de ideas la transforman en negaciones, y cualquier debate pasa rápidamente a insultos que conducen a callejones sin salida. Algo similar ocurre cuando un ateo y un creyente discuten sobre la existencia de Dios. Aunque no pueda demostrarse racional o científicamente su existencia, el creyente resolverá este vacío a través de su fé. El creyente cree por un asunto de convicción religiosa, no por un asunto racional. Por eso mismo, la pregunta no es si Dios existe, la pregunta es por qué existe, o por qué decidimos que exista.

Con el Uribismo ocurre exactamente lo mismo. ¿Por qué existe, por qué decidimos que exista, por qué continúa existiendo? Debemos entenderlo, entonces, no sólo (y nótese que digo no sólo) como un tema de racionalidad política, sino como un dogma de fé. En ese sentido, deberíamos entender al Dios del Uribismo no sólo como un fenómeno político sino también como un fenómeno cultural. Una y otra, por supuesto, son inseparables.

Desde un punto de vista político, el Uribismo existe porque supo interpretar el hastío generalizado hacia la violencia de las guerrillas y convertirlo en un discurso ideológico. A su vez, la ira y la violencia acumulada que se evidencian en el discurso uribista, debemos entenderla como un síntoma. ¿Pero un síntoma de qué? Pues de la imposibilidad política del Estado para construir una sociedad incluyente, heterogénea, respetuosa de las diferencias, justa y políticamente empoderada, capaz de ver en las diferencias del otro, no a un enemigo a derrotar sino a un copartidario en la construcción democrática del país.

Desde un punto de vista cultural, Uribe aparece para materializar el discurso político del hastío en la forma del mesías redentor. Su imagen ha tenido siempre un profundo aire mesiánico. No era extraño verlo entrar y salir de iglesias, rezando de rodillas, encomendándose a Dios, o haciendo referencia constante a Jesús y la Virgen en sus discursos. En el año 2009, incluso, consagró el país al Sagrado Corazón de Jesús en una misa privada en la Casa de Nariño. El logo del Centro Democrático, así como la recordada imagen de su primera campaña, responden también a esta idea mesiánica del político salvador.

centro demSagrado Corzón

El mensaje es claro: Uribe es el Mesías que salvará a la patria del demonio guerrillero. Quien esté con él será poseedor de luz y vida, quien esté en su contra, vivirá sumido en la oscuridad. La imagen, además, lo define políticamente. Su aura es la bandera, pero fragmentada; su cuerpo es el de un azulado conservatismo en contraste con su formación liberal, que aún se mantiene en el rojo de su corazón; su mano firme, la derecha, se idealiza diáfana y transparente, borrando sin más la existencia de la otra, la izquierda. Esta mezcolanza de colores y de doctrinas, más que el espíritu de apertura post-ideológica que el Centro Democrático intenta vender, es la manifestación de la más siniestra de sus ideologías: el teocentrismo que evidencia su nombre. El Uribismo es Uribe convertido en partido político, en epicentro único, es él como Dios supremo en torno al cual giran los demás.

Nada más contrario a un Estado de derecho que lo anterior . En su ensayo Para una concepción positiva de la democracia, Estanislao Zuleta, si bien suscribe la idea marxista del Estado no neutral, le critica a Marx su miopía al no aceptar las ventajas encarnadas en el restablecimiento del Estado de Derecho. “Lo que ha ocurrido es que ahora ya nadie puede ejercer el poder por derecho propio”—dice Zuleta—“(…) nadie es dueño del poder en nombre de una identificación imaginaria, con Dios, la tradición nacional, la raza, la verdad, la historia”. El Uribe mesiánico encuentra en su férvido nacionalismo, en la exaltación dogmática de la Nación y lo nacional, una reafirmación de su poder a través de un imaginario de identificación colectiva y emotiva. Su constante alusión a Dios y los vínculos de su imagen con lo religioso, son a su vez un intento por validar su verdad política como única. La verdad de Dios es una e indiscutible, por lo tanto, contraria al Estado de Derecho.

Ahora bien, si aceptamos esta lectura desde lo mesiánico, entonces debemos preguntarnos qué tipo de mesías representa Uribe. Es aquí, precisamente, donde se equivoca mi amigo con su comparación. Hay un detalle revelador: el nazareno de la imagen, a diferencia del Uribe del logo, muestra sin problemas la mano izquierda. La simpleza del gesto, en el análisis aquí propuesto, bien podría ser la interpretación de un acto, al menos, políticamente correcto que evidencia cierto equilibrio de fuerzas. El ocultamiento en el logo, en cambio, dice mucho sobre la veracidad “mesiánica” del líder político. Habría que resaltar, al menos, su honestidad en este caso.

Sin embrago, hay más. Cabe recordar que el pueblo judío esperaba un mesías muy distinto al enviado; esperaban ellos una especie de político-guerrero que los liberara del imperio romano. No esperaban, en cambio, al hijo de un carpintero que predicara parábolas, hablara del amor al prójimo, y propusiera como ética el ofrecer la otra mejilla a quien te ofende (Uribe proponía algo muy distinto con su famosa e iracunda expresión: “¡le voy a dar en la jeta, marica!”). En ese sentido, Uribe parece más cercano a ese lado iracundo de Dios, aquel, que en el Antiguo Testamento, enviaba plagas contra los enemigos de su pueblo, arrasaba sociedades enteras y ordenaba a los suyos armarse para combatir a tribus enemigas. Uribe tiene más de la mano firme de Dios que del corazón grande de Jesús.

El asunto, por supuesto, es más complejo. Lo que los dirigentes y máximos representantes del pueblo judío no esperaban, era un mesías que pusiera en entredicho las bases teológicas y políticas de su sistema. Si Uribe es visto —y es eso lo que él mismo proyecta— como el mesías salvador del demonio guerrillero, como el hombre del Sagrado Corazón, la pregunta que surge de inmediato es ¿qué viejo sistema intentaba acabar este mesías y qué nuevo sistema instaurar en su remplazo? En sus dos mandatos hay prácticas suficientes que prueban su intento por reestructurar ese sistema de cosas: la reelección presidencial, la parapolítica, la persecución y vigilancia a sus contradictores, la utilización de organismos del Estado (como el DAS) para servir a las mafias, la venta del agro, son apenas algunas dentro de un largo etcétera. ¿Ante qué mesías estamos, entonces? Uno que combate al enemigo con la intención de instaurar un nuevo sistema, utilizando para esto el discurso de la guerra, pero cuyo verdadero propósito no es derrotar al enemigo sino utilizar el discurso de su derrota para instaurar un nuevo orden de cosas, ya que la existencia del enemigo valida su discurso y por lo tanto su política.

En esa aparente contradicción es donde radica la clave de su mensaje. No sería políticamente correcto venderse sólo como un político guerrerista, pero si a esto se le agrega la grandeza de corazón, la cosa cambia. Recordemos que la inversión social era una de las políticas fundamentales de Uribe, fagocitada finalmente por la fuerza de la seguridad democrática. Por lo tanto, cuando los uribistas ven, a través de la imagen mesiánica de su líder, a nuestro salvador, no están esperando al hombre de las parábolas y del amor al prójimo, sino deseando todo lo contrario. Esto, una vez más, es el síntoma de una enfermedad mucho más profunda en nuestra sociedad, enfermedad que habla de nuestra hipocresía y de nuestra débil concepción de la democracia. Por más que digamos desear la acción democrática de aquel que proponía amar al otro como a ti mismo (que en términos kantianos sería pensar en el lugar del otro), la subjetividad política del país ha sido construida desde las prácticas opuestas. Dicho de otra forma, Uribe Vélez representa nuestros más oscuros deseos como nación. Decimos preferir la acción ejemplificante y concertada, pero en realidad deseamos la ira justiciera, como el sicario que le reza a la Virgen para que lo guíe en su crimen.

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